terça-feira, 25 de novembro de 2008

Jodorowsky no "La busqueda del cine mexicano" Parte II

BLANCO, Jorge Ayala. La búsqueda del cine mexicano (1968-1972). México: Editorial Posada, 1986, p.398-401.

Al iniciar la filmación de El topo, Jodorowsky ha visto su doméstica celebridad historietístico-teatral elevarse a una tercera potencia, masificada gracias a su naciente leyenda cinematográfica. De nada ha servido el violento rechazo conjunto (los extremos se tocan) de la extrema derecha cultural (la hipocresía institucionalizada, los empresarios fílmicos que demandan la expatriación del realizador) y de la extrema izquierda cultural (el desprecio y el ninguneo de los representantes de la intelligentzia mexicana), o más bien dicho, rechazo y denuestos han sido utilizados como apoyadores al revés, como publicistas-deturpadores de gran eficacia promocional. Jodorowsky será, por tres o cuatro años más, el centro gravitacional del “espectáculo culto y de ideas” en México. Hacia él confluyen todas las modas culturales, todos los estilos prestigiosos en boga, todas las audacias imaginativas. La figura de este showman , capaz de adaptar con gran rodeo escénico Así hablaba Zaratustra de Nietzsche y de hacer que la burguesía rastacueramente aculturada (seguida de la pequeña burguesía ascendente) acuda en masa al teatro para recibir pataditas en el trasero (El juego que todos jugamos), empequeñece los modestos delirios imaginativos de la mayor parte de sus compañeros de generación fílmica. Había acabado con el “medio tono mexicano” para bien y para peor.

El abuso cultural, ingenuo por irresponsabilidad, mercantilista por narcisismo, inconsciente por antonomasia, mistificador por principio; el abuso cultural ha encontrado su representante pluscuamperfecto. Una especie de marca de fábrica para el insólito prefabricado, una garantía con razón social para saber que la provocación sólo afectará los signos más externos de la pirámide ideológica que nos aplasta, una caución del escándalo que entroniza la puerilidad como valor absoluto. En realidad, cualquiera de las abundantísimas ideas que conforman El Topo – efectivamente tratada, desarrollada, profundizada – serviría para que un cineasta menos exhibicionista construyera unan buena película. Y la larva corrió sobre tu boca llena de telarañas y calcinó tu frente inofensiva. La acumulación gratuita usurpa el lugar de la capacidad creadora, inventiva, perceptora, electiva, reestructuradora. Y lo curioso es que el mito de la modernidad era el primero en sostener esta anemia anacronizante.

Pero nadie vive impunemente en un paisaje, decía Taine. A fuerza de rascar toda moda cultural de su tiempo y de los tiempos “malditos” anteriores, aun sin abrazar sinceramente ninguna, ni desembocar en alguna contracultura impugnadora del concepto mismo de arte, Jodorowsky terminó creyendo descubrir, por encima de la mole de elementos dispares que su inconsciencia manejaba, una verdad suprema. Sin salir nunca del saqueo y de sus primeras afinidades, la disciplina del yoga lo sumergió por completo en un orientalismo enfático y auto-excitado que se sentía poseedor del absoluto. Un falso orden quería ahora sublimar el caos de la imaginación desbocada. El realizador de El topo escribía, dirigía y protagonizaba su película, prescindiendo de cualquier Arrabal, a quien influiría poderosamente, de rebote, en su debut fílmico tunecino: Viva la muerte. (1971).

Nos ofrecía, sin ayuda de nadie, su verdad, la verdad, el no pensamiento que sintetizaba todas las tesis y las antítesis irreconciliables del mundo, la sabiduría informulable, el símbolo todorresolutor, el Nirvana del silencio y la inmovilidad. Jodorowsky se volvió sacerdote y esclavo a la vez, hierofante y hieródulo de sí mismo, gurú venerado y discípulo predilecto de sus propias revelaciones místicas. El ocultismo y el prurito esotérico dieron discursivamente muerte a la poca gracia y espontaneidad que redimía un poco a Fando y Lis. La indeterminación genérica de esa precedente experiencia superada; El Topo sería un juego pop delirante, como era de obligación tratándose de una película suya, pero sobre todas las cosas estaban el camino de Damasco, los misterios de Eleusis y la renuncia humilde a los placeres del sadismo anterior, después de llevarlos a su punto límite.

La senda de la perfección era tan ancha que cualquier exceso cabía en ella. Se podía hacer voto de castidad y embarrarle sangre en los pechos a una mujer, se podía profesar como asceta y abandonarse al espectáculo desorbitado, se podía rechazar los ritos judeocristianos y elogiar servilmente todas las liturgias trastocadas, se podía en una palabra ser vegetariano y comer carne humana y animal todos los días: El topo sería, consecuentemente, un western budista como última determinación y designio.

El personaje de El topo era un pistolero enlutado que debía derrotar, para salvar no importa por qué ni a quién, en fieros duelos y en parajes pesadillescos, a media docena de pistoleros invencibles que nada podrían contra la habilidad, nada espiritual, de Jodorowsky encarnado. El humor estaba totalmente excluido. El filosofema archisolemne acompañaba los trabajos de este Hércules del gatillo ultrarrápido, con un niño desnudo siempre a su espalda, en la grupa del caballo o caminando a su costado, como ángel de la guarda y consciencia vigilante de sus pruebas sucesivas a través del desierto, siendo la primera la de castrar al coronel David Silva que se retuerce como sapo gigantesco sobre un lujoso lecho y que tal vez no sea sino Dios mismo, culpable sin embargo de capitanear la masacre a un pueblo indefenso, y de que los bandidos hayan violado a un grupo de monjes pederastas que de inmediato exponen el trasero.

Pero las siguientes aventuras no las realizará el Topo acompañado por el chicuelo, sino escoltado por una conjunción de una Eva-Sancho Panza-Abeja Reina que en realidad es la rival que el pistolero zen buscaba liquidar en la persona del pistolero edípico (Juan José Gurrola), del pistolero perfeccionista (Víctor Fosado) que muere incinerado, del pistolero perfeccionista (Víctor Fosado) que muere incinerado, del pistolero perfeccionista (Víctor Fosado) que muere incinerado, del pistolero doble compuesto por un hombre sin piernas trepado sobre un hombre sin brazos, en puentes colgantes, o en pequeñas chozas ceremoniales con ganado caprino, o en un atroz sembradío de conejos diezmados.

Difícil es rendir testimonio del caos, sobre todo cuando pretende regirse por un secreto sentido religioso, aunque las escenas de acción westernista parezcan filmadas por un Mariscal sin huesos y el sadismo desplegado, impactantemente “malsano”, semeje al juego de un adulto regresivo que quiere asustar al espectador incitándolo a imaginar que yo soy el león grandote y tú eres el león chiquito y luego te arranco un brazo y me disparas y no me matas y así al infinito, o hasta culminar en escenas de fanatismo en una iglesia neoesotérica en que se rinde culto a un ojo dentro de un triángulo, y la imagen deslumbrante de Jodorowsky, purificado, entre enanos deformes en las profundidades de la tierra, con el cráneo rapado y fornicando con una tierra enanita, intermedio paradisiaco que conducirá finalmente a una desbandada de lisiados bajando la cuesta de la montaña, y la desaparición del Topo sacro fulminado por la luz, engendrando túmulos de insectos y humitos.

Ya no se trata de saquear la simbología freudiana para arremeter contra todos los tabúes sexuales que han caído por su propio peso, como en la tristona Fando y Lis. Se trata de abrumarnos con las extravagancias de una imaginación invertebrada, aunque el sentido de lo deforme se reduzca a un montón de objetos de feria para tiro al blanco (qué lejos estamos de Werner Herzog y También los enanos empezaron desde pequeños), aunque esta versión moralizante zen de La pandilla salvaje esté constituida por un coctel de fábulas pánicas, cada una con su moraleja abstencionista, y parezca concebida en la trastienda de un Fellini-Satiricón que se debate todavía en la viscosidad fetal. Si el budismo zen no es una severa disciplina, mental y moral, no es nada.

A este adefesio detonante ha conducido la mezcla indiscriminada de western decadente, revista de historieta, complacencia teratológica, vampirismo misógino, sicopatía sexual y surrealismo medieval. Y Topo Gigio emigró al Oeste, sintiéndose dictador warholiano de la moda freak. De ahí no se sale; nadie sale.

Um comentário:

El lobo estepario disse...

Acabo de chutarme el topo.
Felicidades!, conforme comenze la pelicula fui leyendo tu texo y te lo digo no pude disfrutar mejor la pelicula. :D
En hora buena! viva Jodorowsky
Seguire buscando Fando y Liz hasta pronto.