domingo, 23 de novembro de 2008

Jodorowsky no "La busqueda del cine mexicano" Parte I

BLANCO, Jorge Ayala. La búsqueda del cine mexicano (1968-1972). México: Editorial Posada, 1986, p.392-398


La estética pánica y / o freak



"Lanzando la fórmula del “ teatro pánico” Arrabal precisó el contenido que pretendía darle a la noción de Ceremonia: el teatro ya no puede conformarse con un texto ni con su animación; debe abarcarlo todo y expresarlo todo a través de los medios en bruto y brutales del grito y del exhibicionismo, del sadismo o de la poesía, incluso de la necrofilia y del sacrilegio; el erotismo en todas sus deformaciones patológicas es el primer dios de este culto dionisiaco”, apunta Michel Corvin en su compendio sobre El teatro nuevo en Francia (Presses Universitaires, París). Esta noción del teatro pánico fue introducida a México por un mimo chileno que había trabajando bajo las órdenes de Marcel Marceau: Alexandro Jodorowsky (n. en 1928). Por varios tranquilos años – principios de los sesentas – la novedad escénica representada por el director le dio un merecido prestigio como destructor de hábitos teatrales en un ambiente dominado aún por el realismo costumbrista, el academicismo laborioso y los vicios declamatorios del teatro español finisecular.

Las viejas estructuras escénicas fueron sacudidas, demolidas y relegadas al teatro más bajamente comercial. La inventiva y la imaginación sustituyeron a la recitación impostada. El juego escénico de Fin de partida de Beckett permitía el intermedio de pantomima entre los botes de basura existenciales y El ensueño de Strinberg se reducía a tan sólo dos personajes. Jodorowsky extendió exuberantemente su personalidad creadora. Su egolatría y sus excesos narcisistas inauguraban una especie de farándula sublimada como religión snobista, como culto a la provocación y cómo método seguro para épater al burgués mexicano recién aculturado.

La fuerza del escándalo se descubrió aún posible en un país donde el surrealismo sólo se había conocido mediante ensayos sesudos y pulcros volúmenes de poesía. Era un escándalo romper pianos a martillazos en las pantallas de la televisión, editar libros de Juegos pánicos, comics dominicales de filosofía barata llamados Fábulas pánicas, montar como desafío cultural alguna pedestre y redituable pieza de Luis G. Basurto (Cada quien su vida), redactar artículos como iluminado orientalista, matar pollitos a pisotones en mitad del escenario, amaestrar actores masoquistas capaces de dejarse abofetear o de exponerse a la peor indignidad y riesgo físico por obediencia al maestro.

El ego desorbitado de Jodorowsky pasó entonces, de manera casi natural y con financiamiento independiente, al cine. Su primera película fue Fando y Lis (1967), versión libre de la pieza homónima de Arrabal, que interpretaron Sergio Klainer y Diana Mariscal, los mismos actores que la habían representado sobre las tablas del teatro del OPIC en la segunda puesta en escena de esa obra por Jodorowsky (la primera, memorable, fue en 1962, con Beatriz Sheridan y Héctor Ortega). Poco importaba que el nuevo realizador no tuviera la menor idea de para que servía ese aparato llamado cámara o de que existieran rudimentos de un lenguaje cinematográfico fáciles de aprender; la aventura fílmica de Jodorowsky era fundamentalmente mística: el camarógrafo Corkidi filmaría inducido por la luz del demiurgo, los productores morirían quemados en su departamento, por accidente, pero tendrían padres y amigos que los relevarían por obra del espíritu; los actores comerían flores y beberían sangre humana y se dejarían enterrar vivos y se despeñarían desde la cima de una montaña y estarían próximos al quiebre sicótico por amor al arte, en tanto que el director se levantaría a las cuatro de la madrugada para concitar la inspiración requerida para las escenas siempre improvisadas de cada jornada de trabajo.

El clima de obsesión sexual y el sadismo infantil, a un tiempo cándido y perverso, que atraviesan el teatro de Arrabal, se prestaban bastante bien para que fueran avaladas cuanta ocurrencia, extravagancia o chiquillada solemne le pasara por la cabeza a esta primera muestra latinoamericana de “cine pánico”. El automatismo del subconsciente patológico-sexual era el único ordenador del relato, muy alejado del escueto itinerario escénico previsto por la obra original. Fando y Liz no tenía estructura ni sentido global porque la necesidad y la coherencia no eran sus características contumaces.

Creía justificadoramente en una frase de Sade aislada de su contexto: “Todo exceso es genial”, y la esgrimía como credo estético. Se enorgullecía de su caótica indeterminación: “Fando y Lis puede ser el infierno de Dante y la Odisea, puede ser la historia de un crimen y un análisis del inconsciente, puede ser un filme de aventuras, una crítica a los vicios d nuestra sociedad, una visión del mundo después de la guerra atómica, un tratado de alquimia o un largo sueño”, pero lo más seguro es que, queriendo ser todo eso, no fuera nada, o sólo el producto de una imaginación congestionada y rabiosamente precinematográfica.

La pobrecita de Diana Mariscal hacía unos fuchis horribles al engullir pétalo a pétalo una flor, mirando hacia la cámara tímidamente, mientras se escuchaban ruidos de bombardeos. El barbón medio calvo René Rebetez intentaba meterle a una muñeca de pasta unas culebritas por el coño. El fáutico Juan José Arreola y dos vedetes se avorazaban para manosear el cuerpo desnudo de la muchacha. Unas gordas burguesas se deleitaban comiendo duraznos en almíbar al tiempo que castraban a un resignado sirviente-semental. Como objetos sexuales surgían mujeres con diez meses de embarazo. El hijo edípico perseguía a la figura materna llena de plumas en la orgía fellinesca de un sótano y, al llegar a ella, le escupía la cara, con el propósito de que dejara de ser bruja y se volviera buena, si bien siempre ultramaquillada. Los episodios del filme se punteaban con ilustraciones de la Divina Comedia y grabados de alquimia medieval. En un festín al aire libre los sacerdotes endemoniados quemaban un piano y unos tipos se revolcaban en el lodo gritando que Tar, la ciudad feliz, no existía. El frágil Sergio Klainer era perseguido por erinnias ninfomaníacas, hasta que el padre superpotente salía de su tumba y las poseía a todas, para humillar la homosexualidad latente de su hijo. Lis paría cerdos vivos que representaban la libido femenina, ofrecía su cuerpo virginal acostada sobre un basurero de cráneos de vaca, y clamaba desde su carrito de paralítica para que Fando no siguiera subiendo solo por un cráter laberíntico. En un hospital de muñecas Fando y Liz se pintarrajeaban mutuamente sus respectivos nombres en el cuerpo del otro. Un mendigo de sangre humana se bebía todo el vaso, dejando que su pequeño acompañante nada más lamiera las sobras. Fando tocaba su tambor saltando como adolescente aniñado y terminaba muriendo al saber que nadie podría llegar jamás a Tar y tras comprobar que sus placeres sadomasoquistas con Lis habían concluido insensatamente con la muerte de ella. Las mordeduras de ratas y las chupadas de pies terminaban entonces, y sobre la pantalla aparecía un letrero que rubricaba la aventura místico-erótica del filme: “Y cuando su imagen se borró del espejo, apareció en el vidrio la palabra libertad.”


Pero si algo se oponía y bloqueaba la libertad (de lo imaginario, del relato) era la propia película. Toda esa parafernalia sadomaldororiana y todas esas invocaciones a la libertad interior, al ideal inalcanzable y a la relación amorosa víctima-verdugo intercambiables de posición, operaban sobre un estrecho y lánguido tejido de explicaciones freudianas. Sólo en apariencia Fando y Lis era un caleidoscopio de símbolos y provocaciones insólitas. Con un manual de bolsillo sobre lugares comunes sicoanalíticos bastaría para desbordar ociosamente todos los traumas, inhibiciones y deformaciones patológicas de Lis, de Fando, de la multitud de personajes con que topaban en su camino a la perfección, del relato, de la no-forma fílmica, de Alexandro, de sus admiradores delirantes y de los burócratas oficiales que la tuvieran prohibida durante cinco años: Nefando y Gis, Fango y Chis, etcétera.


La obviedad del simbolismo sigue siendo la clave para entender el fenómeno de Fando y Lis. La exhibición del filme en la Reseña de Acapulco en 1968 causó terrible escándalo local, motivó la suspensión de ese festival anual y demostró que, para los espectadores subdesarrollados, el trastorno aparente de los sentidos era más escandaloso que el oprobio objetivo de la realidad; el escándalo ya no era, como en los buñuelianos1929-1930, una forma de cuestionamiento estético, sino una forma exitosa de promoción dentro de nuestra emergente sociedad de consumo, donde los objetos de escándalo cultural serán los más cotizados; pero el escándalo pasaría como moda, la clase media asimilaría en cinco años la terrible verdad de tener un subconsciente y algunos deseos reprimidos, y la película se estrenaría sin mayor pena ni gloria cuando se olvidó la tormenta.

Pero algo se ganó con el caso de Fando y Lis. El cine mexicano consiguió con cuarenta años de retraso su Sangre de un poeta y su Cocteau tardío pero perseverante. Ni filme happening, ni falso surrealismo, ni underground neoyorkino, ni delirio prefabricado, ni posexpresionismo naif. Despojada tanto de verdadera fuerza renovadora (su papel dentro del cine latinoamericano sería evidenciar ejemplarmente, con su europeizante vanguardismo pigmeo, que Ensensberger tenía razón al suponer que todos los vanguardismos son tan retrógrados como la idea misma de vanguardia artística) como de auténtica fuerza cuestionante, puesto que el nivel simbólico freudiano sólo lanza chispazos decorativos, pero nunca estructura sus imágenes y figuras como un discurso dialéctico. Sin histeria ni superioridades despectivas, Fando y Lis subsiste como un exasperado y melancólico soliloquio sobre la destrucción recíproca de los amantes en busca de una utopía solipsista, con la morigerada belleza que puede darle la irracional sencillez de una fantasía infantil.

Y serán precisamente la exageración de esta fantasía infantil, hasta llevarla al reino del cretinismo, y la ausencia de aquel factor constitutivo amoroso, derivado aunque fuera de forma evanescente de la pieza de Arrabal, los elementos que harán fracasar sin remedio, desde sus proposiciones mismas, a El Topo (1970), segundo largometraje de Jodorowsky, ahora en colores y con millonario presupuesto semiindependiente. Millonario y semiindependiente porque no dependerá para su financiamiento del Banco Central Cinematográfico, sino que pasará por encima de él y de sus mezquinas normas, logrando depender para bien y para mal, directamente, de los capitales de Wall Street de los que en última instancia depende nuestra economía industrial cinematográfica.

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